lunes, 20 de junio de 2016

Sayat Nova

Hoy voy al cine. David Garrido, director de la Filmoteca de Extremadura, me ha invitado al pase, en la filmoteca de Mérida, de Sayat Nova, una singular película del director soviético Serguéi Paradzhánov, rebautizada como El color de la granada. La proyección se enmarca en el ciclo "Poesía y Cine" que se desarrolla este mes de junio en las salas de la Filmoteca. Debo confesar que no sé nada ni de Sayat Nova ni de Paradzhánov, pero la vinculación de ambos con la poesía, y la curiosidad por conocer las iniciativas de David al frente de la Filmoteca, me llevan a la plaza de Santo Domingo, donde se encuentran las instalaciones de la obra social de la Caja de Badajoz impecables, salvo por lo incómodo de los respaldos de las butacas en las que se proyectan las películas programadas. La entrada cuesta un euro, que le pago al chico de la taquilla, con síndrome de Down. Solícito, me entrega el tique, el programa del ciclo y una hoja con información sobre la película de hoy, y me dirijo a la sala. No hay mucho público unas veinte personas, pero hoy es un jueves laborable y seguramente Sayat Nova no tenga el tirón comercial de La guerra de las galaxias. Antes de la proyección, David se sube al escenario y presenta con diligencia el film. La idea con la que nos quedamos es que es una marcianada, o, dicho con las palabras más finas de Jordi Costa, crítico de cine de El País, "una película extraterrestre". No es extraño. La película se rodó en 1968 y cuenta (aunque "contar" no sea el verbo preciso, como se verá después) la vida de Harutyun Sayatyan, más conocido como Sayat-Nová, un poeta y músico armenio nacido en 1712, y cuyo nombre adoptado significa "maestro de los cantares" en persa. Sayat-Nová entró al servicio de Heracles II de Georgia como cantor, aunque acabó fungiendo también de consejero y diplomático. El cosmopolitismo de aquellos pueblos caucásicos, encrucijada histórica de imperios europeos y asiáticos, se refleja en la poliglosia de Sayat-Nová, que hablaba armenio, azerbayanés, georgiano y persa, y que escribió en todos ellos. Tanta sofisticación cultural no le sirvió para conservar su privilegiado puesto en Tiflis: se enamoró de la hermana del rey, Ana, y a Heracles no le hizo mucha gracia que un poeta, por más funcionario áulico que fuese, pretendiera a su augusta parienta, destinada a matrimoniar con personajes encumbrados. Esa ha sido, con muy escasas excepciones, la constante en todos los pueblos: los poetas son unos pelagatos a los que hay que alejar de las hembras casaderas de buena familia. Expulsado de palacio, Sayat-Nová se convirtió en un bardo itinerante y, en 1759, por convicción, pero también para asegurarse el sustento ser bardo errante nunca ha sido garantía de nada, salvo de ser apedreado por los caminos por campesinos insensibles a la lírica, se ordenó sacerdote por la Iglesia Apostólica Armenia, condición que no le impidió tener mujer, que lo dejó pronto viudo, y cuatro hijos. Recaló por fin en el monasterio de Haghpat, y allí vivió hasta 1795, cuando las fuerzas de Mohammad Khan Qajar, sha de Irán, ocuparon el cenobio y plantearon a los religiosos la siguiente alternativa: convertirse al Islam o morir. Sayat-Nová prefirió morir y Mohammad Khan Qajar accedió gustoso a su deseo. Desde entonces, Sayat-Nová es recordado como el trovador nacional de Armenia, autor de más de 200 canciones (aunque se cree que compuso cerca de un millar), muchas de las cuales todavía se cantan en el país del Cáucaso. (Pero no solo allí sigue vivo: la ecuatoriana Carla Badillo Coronado ha ganado el más reciente Premio Loëwe a la Creación Joven con un libro inspirado por Sayat-Nová y titulado, en su honor, El color de la granada). A esta figura histórica pero todavía presente consagró Serguei Paradzhánov, también nacido en Tiflis, su segunda película, Sayat Nova, tras Corceles de fuego, que data de 1964. Antes había dirigido cuatro films y tres documentales, todos fieles al realismo socialista imperante en aquellos años de telones de acero y dictadura del proletariado, pero experimentó una suerte de caída del caballo estética, a lo Saulo en Damasco, cuando vio La infancia de Iván, de Andréi Tarkovski, y renegó de todo lo que había hecho antes de Corceles de fuego. Aunque esta no fue mal recibida por las autoridades soviéticas, con Sayat Nova cayó en desgracia. Los censores soviéticos, pasmados, confusos y suspicaces ante aquella extravagancia poética, no se atrevieron a prohibirla, pero alteraron su montaje y le impusieron unos subtítulos explicativos y un ortopédico doblaje en ruso que deterioraban la pureza y elegancia del conjunto. No contentos con eso, y con la mosca definitivamente detrás de la oreja, dificultaron o prohibieron casi todos los proyectos que propuso Paradzhánov, o en los que se embarcó, hasta 1973. Ese año fue condenado, por bisexual una condición subversiva entonces y todavía hoy en Rusia—, a cinco años en un campo de trabajo de Siberia, que entretuvo dibujando y esculpiendo figuras en miniatura, conservadas actualmente en el museo que lleva su nombre en Ereván, la capital de Armenia. Paradzhánov ya había tenido problemas con el régimen por sus inclinaciones sexuales en 1948, cuando se le acusó de mantener relaciones prohibidas nada menos que con un agente del KGB, y se le condenó a cinco años de cárcel, aunque resultó amnistiado a los tres meses de reclusión. Pero con su liberación sus asuntos sentimentales no mejoraron: en 1950, su prometida, una musulmana tártara, se convirtió al rito ortodoxo para casarse con él. Poco después, los parientes de la ya esposa la asesinaron para castigar su apostasía. Paradzhánov salió de la cárcel en 1977, gracias a los esfuerzos desplegados por artistas e intelectuales occidentales, como Louis Aragon y John Updike (antes, Buñuel, Tarkovski, Truffaut, Fellini y Antonioni, entre otros, habían abogado en su favor, con escaso éxito), pero los censores y la policía siguieron acosándolo, hasta que fue encarcelado de nuevo, acusado esta vez de cohecho, en 1982. Solo pasó un año en prisión, pero salió con la salud irreversiblemente dañada, y murió de cáncer en 1990. No sorprende, pero sigue entristeciendo, la saña con que los sátrapas soviéticos trataron a un genio del cine, como a tantos otros artistas únicos, y, en buena medida, cercenaron su obra y su creatividad: la ideología mutila al arte; el político, el redentor de la patria, asfixia al hombre, al creador. Aunque lo que este haya alumbrado quede y lo instaurado por los salvadores de la humanidad desaparezca en los estercoleros de la historia, duele que una figura como Paradzhánov no haya podido desarrollar plenamente su talento: esa amputación nos perjudica a todos. Y llaman la atención los paralelismos entre la vida del bardo armenio y la del director soviético: ambos nacieron en la misma ciudad, ambos fueron poetas en artes diferentes, ambos padecieron de mal de amores, ambos sufrieron la persecución del poder y ambos murieron por no abjurar de sus creencias, estéticas o religiosas. Sayat Nova es una película lisérgica: a lo largo de 78 minutos, en la pantalla se suceden cuadros vivos que representan las diferentes etapas de la vida del bardo armenio, desde su niñez hasta su muerte. No hay acción ni apenas diálogo, salgo unos escasos subtítulos que resultan tan líricos como abstrusos. Los personajes desfilan ante la cámara, estáticos, casi escultóricos, ataviados con las ropas de la época, de vivos colores. Los movimientos, si existen, son lentos, muy lentos. Sayat Nova es, como dijo un maligno crítico norteamericano de cierto cine francés, una película en la que se ve crecer la hierba. Y no es recomendable contemplarla después de un duro día de trabajo o de haberse zampado un cocido madrileño. Las escenas presentan un indudable aire surrealista, con gallinas que invaden, enloquecidas, un espacio en el que descansa Sayat-Nová, rodeado de velas, o un rebaño de ovejas que atesta una iglesia en cuyo centro yace un cadáver. La música tradicional y eclesiástica que acompaña en todo momento las imágenes ejecutada con flautines caucásicos y esos laúdes de tripa de cordero que recuerdan al propio cordero siendo degollado— contribuye al ataráxico desquiciamiento del film. La fuerte presencia de lo religioso, con iconos, crucificos, libros sagrados, ropas talares y tapices bíblicos, y el simbolismo trascendental que proyecta Sayat Nova, su alegoría metafísica, conviven sin dificultad con una sensualidad cifrada en los colores y las formas, en las ricas telas y los animales, en las metáforas del cuerpo y del sexo, como esa caracola nacarada que representa el pecho femenino. Pero las contradicciones sutilmente resueltas no acaban aquí: el hieratismo de los actores se acomoda a la espesura de las formas y, al mismo tiempo, a los espacios despejados: salas sin nadie, paredes desnudas, cabezas solas, figuras solas. Uno acaba de ver Sayat Nova como un extrañísimo experimento poético que probablemente no se comprenda, pero que también, probablemente, nos haya enriquecido con una belleza sangrante y oscura. Incluso si nos hemos dormido viéndola, es probable que nuestros sueños hayan sido más delicados, más exquisitos, que de costumbre.

2 comentarios:

  1. No he visto Sayat Nova, pero lo que cuentas de la historia y la mención a Tarkovsky me han hecho recordar con agrado "El Espejo", un maravilloso poema visual, que tampoco recomiendo ver después de un duro día de trabajo o de zamparse un cocido madrileño.

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    1. Tomo nota de "El espejo", que no conozco. Y a ver con qué sueño.

      Besotes.

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