viernes, 21 de diciembre de 2018

De paseo (navideño) por Sant Cugat

No está siendo una buena tarde. He recibido una multa de tráfico averiguo que hace unos meses crucé un pueblo de Zaragoza, por el que está prohibido pasar a más de 50 km/h, a la vertiginosa velocidad de 72 km/h, una buena amiga, aquejada de una grave enfermedad, me ha contado sus penas por teléfono y al final ha roto a llorar, y los vecinos han decidido celebrar una fiesta a la que, gracias a la delgadez de las paredes y la altura de los decibelios, también yo he sido invitado. Para despejarme de tantas malas noticias, salgo a dar una vuelta por el pueblo (que no sé por qué sigo llamando pueblo, cuando tiene casi 90.000, más que muchas capitales de provincia españolas). La Navidad se me echa encima en cuanto piso la calle: todo está iluminado con motivos propios de estas fiestas tan entrañables, entre los que destaca una colección de adornos de aire modernista. Además de los cascabeles eléctricos que el ayuntamiento ha instalado en la vía pública, contribuyen al decorado navideño las luces, tan pizpiretas, que muchos vecinos han colgado también en los balcones. Algunas se apagan y se encienden; otras crean efectos de movimiento, como unas en las que unas barras oscuras parecen desplazarse de un lado a otro de la malla de bombillas (¿una metáfora visual de la cuatribarrada?). Por más que esta empalagosa exhibición de vatios me parezca tan fascinante como una película de Winnie the Pooh, la prefiero a la que no me queda más remedio que ver, todos los días, al lado de mi casa, y desde mi propio dormitorio: un balcón en el que, además de una senyera hasta el suelo, se han colgado todos los símbolos del independentismo: una estelada (esta, ondeando en un asta que se aleja varios metros de la fachada), un lazo amarillo (gigantesco) y una pancarta a favor de la libertad de expresión (como si el mendrugo que ha colgado todo esto no la tuviera). Solo le falta una foto de Puigdemont, otra de una bandeja de calçots, y que suene sin pausa el himno del Barça. A veces he tenido la tentación de colgar en mi balcón una bandera republicana y una foto de Voltaire, pero mi persistente antipatía por las causas –y por una de sus más acendradas expresiones simbólicas, las banderas– ha podido más que mi deseo de venganza. En fin. A pie de calle sigue manifestándose esta catalanidad exasperada que lo está invadiendo todo, dentro y fuera de Cataluña: me cruzo con un caballero que luce el corte de pelo que Ángeles ha bautizado como melenita catalana y que, según ella, apenas se ve en ninguna otra región de España. Vagamente adolescente, cuidadosamente desaliñada, recuerda a la del príncipe Valiente, con undosas guedejas que se reclinan en los serenos hombros de su portador, que nunca tiene menos de cincuenta años. Ya en el centro comercial del pueblo, donde las tiendas siguen abiertas, pese a ser casi las nueve de la noche, con la comprensible intención de exprimir el espíritu navideño, paso por delante de uno de mis establecimientos preferidos, intimissimi: casi nunca compro nada, pero me encanta mirar. Esta temporada predominan los tonos granates. También echo un vistazo a otra tienda atractiva, aunque de muy distinta naturaleza: la librería Paideia. Me llama la atención un libro de Cristina Morales expuesto en el escaparate, Lectura fácil, cuya cubierta reproduce una pintada en fucsia que dice: "Ni Dios ni amo ni marido ni partido de fútbol" (quizá el orden de los factores sea distinto, pero el producto es el mismo). Estoy de acuerdo en que Dios y partido de fútbol no (sobre todo Dios), pero amos, aunque tampoco los queramos (la rima es involuntaria), me temo que es inevitable que tengamos (sigue siendo involuntaria) muchos, y maridos, en el caso de que se condescienda a tenerlos, hombre, depende: alguno habrá bueno; como esposas. Por concurridas que estén las calles, y esta lo está mucho, nada disuade a los ciclistas de casi atropellarnos a todos. Uno debe de estar haciendo una yincana con los transeúntes: pasa a milímetros de unos y otros. Él debería ser el multado, y no yo: su circulación nos pone objetivamente en peligro a todos, mientras que no había ni un alma por la calle cuando crucé aquel dichoso pueblo zaragozano (y, además, la visibilidad era perfecta). Cuando este Froome del Vallès Occidental ha desaparecido ya, engullido por las masas que celebran a golpe de tarjeta de crédito el nacimiento de Cristo, doy con otro espécimen habitual: el perro que está cagando en la calle. En este caso, un galgo. Su propietaria mantiene una animada charla con otra mujer, mientra el can se alivia gloriosamente frente a una relojería. Por suerte, la dueña repara en el zurullo, desenfunda una de esas bolsitas para recoger mierdas de perro que se calzan como un guante, y hace desaparecer la del suyo con la destreza de un prestidigitador. Pienso que mucha debe de ser la compensación emocional que estos animales ofrezcan a sus dueños para que estos estén dispuestos, entre otras cosas, a pasarse catorce o quince años de su vida recogiendo (si es que lo hacen) sus boñigas de las aceras. Algo más allá vuelvo a encontrarme con lo escatológico: un puesto navideño reclama la atención de los paseantes con un gigantesco caganer cuya deposición es coherentemente monstruosa. El caganer, con faja y barretina, es el único personaje del belén que me resulta simpático. Y me inspira inquietantes reflexiones sobre la cultura que lo ha alumbrado, porque no es el único personaje del folclore catalán que se muestra en trance de obrar: también el Tió –un tronco lleno de caramelos y chucherías que los niños apalean en Nochebuena, al grito de "¡Caga, Tió!", hasta que suelta su contenido– contribuye a la tradición de la defecación. Me adentro poco a poco en uno de los barrios proletarios de San Cugat, que también los tiene. Aquí hay muchas menos banderas independentistas, y las que hay son menos entusiastas: están desteñidas. Me cruzo con uno que, pese al frío que hace, va a la inglesa: en camiseta. Oigo acentos de Hispanoamérica: "¡Qué chistoso!", grita una mujer que está hablando por el móvil. (Si alguien dice "qué chistoso", es que es hispanoamericana, igual que si alguien dice "es fenomenal", es que es de Madrid). Algunas casonas señoriales, que están aquí desde mucho antes de que esta zona se llenara en los sesenta y setenta de inmigrantes andaluces y extremeños (y hoy sudamericanos), cuando esto aún eran las afueras del pueblo, aparecen despintadas, desconchadas y casi caídas; alguna, incluso, rodeada por una valla municipal, para evitar el vandalismo y la okupación. Siento, acaso contaminado por la evidencia del declive que transmiten, un escalofrío de melancolía: he hecho muchas veces este paseo con Ángeles; hoy, y muchos días como hoy, lo hago solo. Llego hasta el final de la calle, desde donde se ve el pezón puntiagudo del Tibidabo, iluminado por una luz dorada. La página mental en la que llevo escribiendo las impresiones de este paseo desde que lo he empezado, ya se ha llenado, y decido consignarlas en una de papel. Llevo lápiz, pero no mi moleskine, así que he de improvisar: utilizo el reverso del recibo de Ryanair, naufragado en uno de los bolsillos del anorak, por el suplemento que tuvimos que pagar por el equipaje de cabina en nuestro último viaje de Mánchester a España. Ah, Ryanair, siempre sofisticada, siempre haciendo amigos. Giro hacia la rambla del Celler [La Bodega], donde advierto que el ayuntamiento ha instalado un desfibrilador. Por aquí, y en el adyacente parque de la Pollancreda [La Chopera], hay siempre muchas personas haciendo ejercicio, y los munícipes, haciendo gala de encomiable previsión, han decidido poner los medios para salvarnos la vida. Con quien no parece que el desfibrilador vaya a ser necesario, es con los cuatro adolescentes ruidosos, valga la redundancia, que pasan en skate por mi lado y me dedican unos cuantos chillidos. Luego pasa un runner con aspecto de minero: lleva una lámpara en la frente, que ilumina el aliento que desprende: las bocanadas se vuelven rayos breves, plata quebradiza, cuando las toca el chorro de luz. También pasa una señora de edad cuyo ejercicio consiste en caminar deprisa, como Rajoy. Para hacerlo, se apoya en dos de esos bastones de paseo muy parecidos a los de esquí. Me pregunto qué aportarán al hecho de caminar: de qué forma lo harán más agradable o eficaz. Hay más deportistas, pero estos no hacen nada. Bueno, sí: discuten. El lenguaje corporal, y el grosor de la voz cuando paso a su lado, no dejan lugar a dudas: se están peleando. He de vencer la tentación de quedarme a su lado para disfrutar de la zapatiesta: soy chafardero, y siempre es jugoso enterarse de las peloteras ajenas. Además de los muchos deportistas, hay muchos perros. En todo Sant Cugat hay muchos perros. El número de perros es directamente proporcional a la riqueza de la localidad, y Sant Cugat es una de las más ricas de España. Los chuchos remueven la hojarasca que se acumula al pie de las malcaradas farolas que jalonan el paseo y, a menudo, se ladran entre ellos. Como esos que discutían. Llevo ya tres cuartos de hora de paseo, y me duelen los pies. Siempre me duelen los pies. Los problemas circulatorios es lo que tienen. Recuerdo un poema de Bukowski en el que cuenta que siempre lleva los zapatos desatados, porque siempre le duelen los pies: otra cosa en la que coincido con él (junto con su gusto por la música clásica o su amor por las mujeres), frente al montón de asuntos en los que discrepo (como su pasión por el béisbol, sus ramalazos fascistas o su forma de amar a las mujeres). De regreso ya a casa, cubro un largo trecho de caminata andando al lado de alguien que no conozco. Hemos formado una de esas parejas involuntarias que se crean a veces en la calle: tras una confluencia por azar, los ritmos de paso coinciden y uno se ve avanzando casi codo con codo con alguien a quien no ha visto en su vida. Y esa cercanía resulta tan extraña como incómoda. Ninguno quiere apartarse de su camino, por no reconocer que la presencia del otro condiciona su tránsito (lo que no deja de ser una metáfora de la vida). Andamos con una naturalidad forzada, cada vez más rígidos, hasta que uno, o los dos, aceleramos o nos frenamos sutilmente, o bien nos desviamos de la línea recta unos pocos grados, pero lo bastante como para despegarnos. Es un alivio. Independizado ya del viandante parásito, diviso a dos mujeres que caminan delante de mí. Sus proporciones, vistas por detrás, son admirables. Me acerco con interés. Entonces llega mi primera decepción: una es uno, en realidad: un hombre. Sus rastas me han confundido. La otra, en cambio y por fortuna, sigue siendo mujer, una mujer-mujer, además, como diría Aznar. Pero mi segunda decepción no podría ser más descorazonadora: al pasar junto a ellos, capto un retazo de su conversación: la mujer-mujer le está contando al rastafari, con el castellano de Ylenia Padilla, un sórdido conflicto doméstico. A pesar de las muchas pruebas que ha tenido en contra, uno todavía es proclive a pensar que la belleza exterior es la manifestación de la belleza interior. Es estúpido creerlo así, pero uno se harta de cometer estupideces todos los días.

3 comentarios:

  1. Eduardo, los que andamos con bastones practicamos la marcha nórdica. Es un ejercicio muy completo. Aquí, en grupo, salimos a andar con un monitor. En este enlace puedes leer sus características y beneficios:

    https://www.sabervivirtv.com/medicina-general/como-practicar-marcha-nordica-caminar-con-palos-beneficios_1796

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  2. A menudo oigo decir que es natural que un lector irredento termine haciendo sus pinitos como escritor. Yo, para variar, estoy en desacuerdo. Por ser más precisa, creo que es natural que un escritor sea (y haya sido) un infatigable lector, pero el placer de la lectura se basta a sí mismo. Puede completarse, claro, y enriquecerse con el comentario o las impresiones sobre lo leído de forma escrita o en una charla con amigos. Pero hasta ahí.
    Esto viene a cuento de tu paseo, tu forma de vivirlo y registrarlo como escritor. Lo he visto como un "making-of" de esta entrada; mejor dicho, invitas al lector a leerlo o releerlo así. Y es tan chulo... El granate de las braguitas (que me imagino) y la linterna del corredor (que debe de ser incomodísima) no son literarias si yo las miro, por muy lectora forofa que sea.
    ¿Qué aspecto tendrá la belleza interior?
    Este año le pediré a sus majestades que te traigan un masajeador de pies.

    Te mando un pizpireto beso navideño.

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  3. Namasté, queridísimo , Eduardo, Namasté.

    Un mundo de besos.

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