sábado, 23 de abril de 2016

Escribir para adultos, escribir para jóvenes


Supongo que llevo toda la vida escribiendo para adultos. Digo “supongo”, porque no lo sé. Nunca me he planteado el destinatario de lo que escribo. Plantearse el destinatario de lo que uno escribe –el lector que se desea o se concibe– no me parece la mejor estrategia creadora. De hecho, me parece una estrategia nefasta: la creación se enajena: se subordina a algo ajeno al creador, a su impulso fabril, a su vocación dicente, a la –y esto es fundamental– autenticidad de su palabra. Para decir algo de verdad, o, mejor dicho, para ser veraz, hay que imaginarse solo en el mundo, solo en la habitación en la que se escribe. El respeto al lector –para ofrecerle algo digno de su inteligencia, o de su capacidad para aplicarla– exige ignorar al lector. El lector no ha de existir, en ese momento inaugural, para que luego pueda erigirse con todos los derechos de su condición: para que lea después algo cierto, limpio, singular, múltiple, sin fasto ni mentira. Habiendo escrito casi toda mi vida poesía y ensayo –aunque desde hace poco practico también un género acaso más hospitalario, el diario, en el blog Corónicas de Españia–, supongo que mis lectores han sido, sobre todo, adultos. Mis hijos, veinteañeros, al menos, no me leen. (Aunque mi mujer, mucho mayor que ellos, tampoco). La poesía, no obstante, que suele juzgarse abstracta y abstrusa, la peor combinación posible, según Chesterton, o, peor aún, incomprensible, es un género querido por los niños y los adolescentes (o lo era, al menos, antes del estrepitoso advenimiento de la revolución digital). La limpieza de su música y el carácter lúdico de muchos de sus procedimientos atraen el oído menos contaminado por el ruido y la ideología, valga la redundancia. Incluso esa incomprensibilidad tan denostada por los incapaces de apreciar en la literatura otra cosa que la racionalidad más enteca y funcional, es aceptada por los más pequeños, y hasta por los que no lo son tanto, con un candor que se aviene a la perfección con la inocencia última de la poesía y su expresión, antes que lógica, sensible, sensorial. Cuando en “Don Melitón”, leemos (o escuchamos): “Don Melitón tenía tres gatos / y los hacía bailar en un plato / y por las noches les daba turrón, / ¡Qué vivan los gatos de Don Melitón!”, ¿no es todo harto incomprensible? ¿Hacer bailar a tres gatos en un plato? ¿Y darles de comer turrón? Todo el mundo sabe que los gatos no comen esas cosas. Mi gata, al menos, prefiere el salmón y la mortadela, y, en última instancia, el pienso para felinos esterilizados. Pese a estos sinsentidos dialécticos, la canción –el poema– funciona, esto es, alegra, despierta los sentidos, aviva la imaginación. Lo mismo puede decirse de tantos romancillos como se esconden en las melodías infantiles, a los que no perjudica incorporar realidades inverosímiles o sentencias inquietantes, como esta diabólica estrofa: “Chocolate amarillo, / corre, corre, que te pillo. / Estirad, estirad, / que el demonio ha de pasar”. Así acaba “El patio de mi casa”, que es particular, aunque, cuando llueve, se moja como los demás; entonces, es que no es particular, sino común. Pese a ello, o gracias a ello, sigue siendo un poema percutiente, una música persuasiva. Y, cuando Mambrú se va a la guerra, el resultado es el previsible: “Que Mambrú ya se ha muerto / ¡Qué dolor, qué dolor, qué entuerto! / Que Mambrú ya se ha muerto / Lo llevan a enterrar / Do re mi, do re fa / Lo llevan a enterrar. // En caja de terciopelo / ¡Qué dolor, qué dolor, qué duelo! / En caja de terciopelo / Y tapa de cristal / Do re mi, do re fa / Y tapa de cristal. // Y detrás de la tumba / ¡Qué dolor qué dolor, qué turba! / Y detrás de la tumba / Tres pajaritos van / Do re mi, do re fa / Tres pajaritos van”. El poema, luctuoso, no espanta a los niños. La imagen es pavorosa, pero la poesía triunfa sobre el horror, transformándolo. (Mambrú, por cierto, era el inglés John Churchill, primer duque de Marlborough, y antepasado de Winston Churchill, que comandó los ejércitos de la alianza austro-anglo-holandesa contra Francia en la Guerra de Sucesión española, y al que los franceses dieron por muerto en la batalla de Malplaquet; pero no estaba muerto: estaba tomando pintas). ¿Qué debería haber hecho yo, me pregunto ahora, para que me leyeran los jóvenes? La pregunta implica otra, anterior: ¿hay que hacer algo especial para ser leído por los jóvenes? Cuando yo era cronológicamente joven, no recuerdo que tuviese ninguna exigencia especial. Quizá porque mi padre empezó a leerme poesía adulta desde niño –de Las mil mejores poesías de la lengua castellana, del inmortal Juan Bergua, uno de aquellos volúmenes que pasaban, y todavía pasan, de generación en generación, manoseados infinitamente: el nuestro había perdido las tapas, y mi padre las había sustituido por fajos muy apretados de hojas de periódico–, o porque el texto que eligió para introducirme en los secretos y las delicias de la literatura fue el Papá Goriot de Balzac, nada menos, mi acceso a las letras no conoció la fase introductoria de la literatura llamada infantil o juvenil, sino que fue una caída a plomo en las espesuras del endecasílabo y el realismo decimonónico. Pese a ello, no hui; antes bien, perseveré. (Tampoco he compartido nunca el topicazo de que los jóvenes no leen, porque obligarles a ello les hace detestar la lectura. A mí nunca me ha disgustado que me obligaran a leer, si lo que me daban a leer era bueno: lo que detestaba era leer bazofia, como las aventuras de los cinco, de Enid Blyton, con las que me aburría como un oso polar). De hecho, la literatura infantil y juvenil en la que más creo no es aquella escrita con el propósito específico de dirigirse a ese público lector –lo que les obliga a asumir unas convenciones, de género, psicológicas y lingüísticas que limitan su dimensión y cercenan la plenitud existencial a la que ha de aspirar toda literatura–, sino la que, escrita para adultos, les habla también, por algún rasgo que la caracterice, a los que no lo son, y estoy pensando, desde luego, en clásicos como Los viajes de Gulliver, La isla del tesoro, Alicia en el país de las maravillas, El libro de la selva, Robinson Crusoe o Platero y yo, pero también en obras contemporáneas como El principito, la serie de Narnia, de C. S. Lewis, las novelas de Michael Ende, los abracadabrantes relatos de Roald Dahl, las historias de René Goscinny (en la maravillosa serie del pequeño Nicolás, y no me refiero al mastuerzo español que ahora expía sus desatinos en la cárcel, o los ingeniosísimos guiones de Astérix) o la trilogía de El señor de los anillos, de Tolkien (y obsérvese que la mayoría de autores citados son anglosajones, el espíritu pragmático de cuya cultura concuerda con el deseo de realidad de los jóvenes; para los adultos, la realidad suele ser una losa de la que desembarazarse o una tiniebla de la que escapar, cuya sola mención desazona). Pero de nuevo me pregunto: ¿qué hay que hacer, cómo hay que escribir, para que lo que uno cree sea literatura infantil o juvenil? Intuyo –porque en esto, como en tantas otras cosas, carezco de respuestas y aún más de certidumbres– que el secreto no es otro que subrayar ciertas características de lo escrito que se correspondan o condigan con las del alma joven, para que ambas se acoplen: decir cosas necesarias, veraces, pujantes y limpias, aunque sean confusas, aunque sean difíciles; volcar el yo en la página como el niño o el adolescente vuelcan el suyo, por los ojos, en la lectura (o en la escucha); ofrecer los perfiles de la intimidad como si fueran una mano tendida o una construcción por culminar, a pesar de que, en realidad, la única culminación posible de cualquier construcción es la muerte; mirar con ojos estrictos pero, a la vez, abrazantes, y luego depositar esa mirada en la página como si la vida nos fuera en ello; razonar con vehemencia, sin miedo a tener razón y sin miedo a equivocarse; fluidificar la expresión: retirar guijarros y arabescos del discurso, como se retiran de un río o un lienzo de piedra; y, sobre todo, insuflar un aliento entusiasta a lo dicho, un júbilo tranquilo, que no sé en qué cifrar ni cómo se consigue, pero que percibo en cuanto existe (y, como yo, cualquier lector), y que sospecho asociado a la precisión, a la claridad, a la revelación. Nada de esto, si lo pensamos bien, es privativo de una edad. Siempre se quiere, aunque nos estemos muriendo, veracidad y compasión; siempre, antes que nada, queremos vida. Pero, en determinados momentos –sobre todo, esos, que tan largos se nos hacen, en los que nos desesperamos por encajar en el mundo: porque nuestro cuerpo forme parte del cuerpo incomprensible del mundo–, la literatura que nos alumbra es la que nos ayuda a entender la oscuridad: la que da pautas, ritmos a los que aferrarse; la que deshace nudos, pero hace otros, más gordianos, por los que escalar a lo impensado; la que, desnudando la soledad –y, con ella, a nosotros–, nos la hace deseable. La literatura –toda ella, pero quizá, en especial, la que se escriba para niños y jóvenes– ha de estar llena de vida: los sentimientos, los objetos, la sangre han de correr, como el agua, por las palabras; o, mejor, las palabras han de embeber, como si fueran agua, sentimientos, objetos y sangre, y ofrecerse con toda la nitidez de que sean capaces, corporales, materiales, encendidas. Yo intento hacer eso en mi poesía –y también en mi ensayo, y hasta en mis traducciones, formas todas de la emoción–, pero supongo –porque carezco de certezas– que un esfuerzo redoblado es menester para que esa poesía, para que esa literatura toda, sea también poesía, literatura juvenil. Yo nunca he buscado a un público, pero el público está ahí. Ojalá lo que escribo sea capaz, aunque tarde, de encontrar el camino que conduce a él.

[Ponencia leída el 20 de abril de 2016 en las V Jornadas de Literatura Infantil y Juvenil en Extremadura, Miajadas (Cáceres)]

2 comentarios:

  1. Qué maravilloso texto, Eduardo. Si me da su permiso, me gustaría compartirlo en un grupo de literatura infantil y juvenil al que pertenezco.

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    1. Gracias, de nuevo, Gema, por su lectura y su interés. Puede Ud. compartir el texto con quien considere oportuno. Será un placer estar presente con él en su grupo de literatura infantil y juvenil, y en cualquier otro.

      Un gran beso.

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